Hispania romana en Castilla y León
Con 2600 Bienes de Interés Cultural (BIC), ocho de los cuales están a su vez reconocidos como Patrimonio Mundial por la Unesco, Castilla y León encabeza el ranking de las comunidades autónomas españolas con mayor número de lugares de patrimonio cultural. Gran parte de esta riqueza histórica está vinculada a la época romana.
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Sus vestigios son testigos mudos de la grandeza que alcanzó Hispania, un territorio que dio emperadores, filósofos y grandes personajes a Roma, como fueron Trajano, Adriano, Teodosio, Gala Placidia, Egeria, Séneca, Lucano, Marcial, o incluso el antiguo papa Dámaso I, entre otros, y que fue escenario de conquistas primero, y después de una generosa vida llena de cultura y sociabilidad destacadas. Asimismo, representó una posición esencial para que el Imperio ampliara sus rutas comerciales; tránsitos que dejaron una huella imborrable en las transformaciones sociales y culturales de la época y que, a su vez, influenciaron sobremanera en la identidad cultural de la península, a través del idioma, las tradiciones, la arquitectura y el urbanismo, integrando aspectos clave de las poblaciones conquistadas en una afortunada unión de conocimiento; una marca que ha perdurado hasta nuestros días.
Imaginemos por un momento el año 218 a.C. cuando las legiones romanas iniciaron su avance peninsular desembarcando en Ampurias. Comenzaba una dominación que duró hasta el siglo V. Pero, en ese tiempo de conquista, Hispania fue más que un territorio anexionado al Imperio: solar de un crisol de culturas, centro de actividad económica y social, de poder y área estratégica donde la arquitectura romana, la minería y las vías de comunicación establecidas sirvieron para tejer una red cultural que aún permanece.
Roma avanza hacia el noroeste peninsular
Fue en el año 44 a.C., tras el asesinato de Julio César, cuando el Segundo Triunvirato dio paso al ascenso de Augusto, primer emperador de Roma. Bajo su gobierno se consolidó la Pax romana, un largo periodo de estabilidad que duró alrededor de 200 años. Una calma duradera que acarreó una gran expansión territorial que conllevaba la integración de las poblaciones indígenas halladas a su paso.
Esto provocó una expansión, fruto de la prosperidad económica, que también llegó a los territorios de la meseta norte, hasta entonces divididos entre las provincias romanas Tarraconense y Lusitania. No obstante, hizo falta vencer la inagotable lucha de los pueblos prerromanos en confrontaciones sucesivas, en las que las guerras cántabras (29-19 a.C.) supusieron la última etapa de resistencia indígena.
Una vez sometido el territorio, Roma impuso su orden y se produjo la romanización de los territorios que hoy configuran Castilla y León; asentando la administración y derecho romanos, y los valores culturales, sociales y materiales que conllevaba.
Surgieron las arterias militares y comerciales como la Vía de la Plata, la Vía I o la Vía Nova tramando la expansión del Imperio. Los campamentos de las legiones, ubicados en enclaves estratégicos con fines de control militar, se convirtieron en ciudades como Legio (León), Asturica Augusta (Astorga) o Pisoraca (Herrera de Pisuerga) cuyo esplendor fue creciendo paulatinamente. Al igual que ciudades como Clunia Sulpicia (Clunia), Uxama Argaela (Osma) y Numantia (Numancia) florecían como centros administrativos y culturales. Mientras, la explotación de los minerales como el oro de las minas de Las Médulas nutría el auge de la economía de Roma.
El oro imperial
A mediados del siglo I a.C., Roma introdujo en su sistema monetario una nueva y destacada pieza: el áureo (aureus). Acuñado en oro de notable pureza, esta moneda no solo consolidó la economía imperial, sino que trascendió sus fronteras, convirtiéndose en un símbolo de poder y prestigio. La efigie del emperador, grabada en su anverso, propagó su autoridad más allá de los límites del Imperio, al tiempo que el valor intrínseco del metal lo erigió en un codiciado bien de intercambio.
Este afán por el oro impulsó la explotación minera en territorios como Hispania, donde el noroeste de Castilla y León destacó por su riqueza aurífera. Sin embargo, no fue el único metal arrancado de estas tierras: plata, cobre y hierro también fluyeron hacia Roma, alimentando su maquinaria económica y militar, y dejando un legado que aún hoy perdura en el subsuelo y la historia de la región.
La romanización de la población indígena
Las transformaciones sociales y culturales que se vivieron durante el Alto Imperio romano (siglos I-III d.C.) se extendieron ampliamente por Hispania y, en los territorios que hoy conforman Castilla y León (dentro de la provincia Tarraconense) también originaron una profunda metamorfosis.
Un periodo en el que, sin embargo, las estructuras ancestrales de los pueblos prerromanos (galaicos, astures, cántabros, vetones, vacceos y arévacos) del norte y centro peninsular no se borraron definitivamente, sino que se entrelazaron con el orden impuesto por Roma.
Los conventus jurídicos de la provincia Tarraconense, como el Cluniensis (Clunia) o el Asturicensis (Astorga), actuaron como marcos administrativos, y bajo esa aparente uniformidad latina persistieron singularidades locales: formas de organización tribal, cultos indígenas sincretizados con los dioses romanos y una tenaz resistencia cultural en las tierras del Duero presentada por los arévacos.
La gran crisis de Roma
Sin embargo, el siglo III trajo consigo un vuelco dramático: la crisis del Imperio. El vasto territorio de Roma se vio sacudido por guerras civiles, inflación y el colapso del comercio. Motivo que empujó a las poblaciones a refugiarse en el mundo rural. Llegaron las incursiones de pueblos bárbaros como primeros avisos de un orden sólido que, sin embargo, se resquebrajaba.
La amenaza de la llegada de los pueblos bárbaros dejó huella en, hasta entonces, prósperas ciudades como Uxama Argaela (Osma) o Clunia Sulpicia (Clunia). Es donde el registro arqueológico revela capas de destrucción y abandono de las urbes. Las murallas como las de Asturica Augusta (Astorga) fueron reforzadas apresuradamente para defender el esplendor de estas ciudades romanas donde se fundían las culturas local e imperial. En conjunto, son testimonio de ese tiempo incierto en el que las urbes (urbs), símbolos de romanidad, se reconvertían en fortalezas frente a un avance invasor que ya anunciaba el ocaso de una era.
Las grandes urbes perdieron paulatinamente poder y cultura, se despoblaron y el sistema económico urbano y comercial romano se trasladó al entorno rural. Es donde villas (villae) como La Olmeda, La Tejada o Almenara-Puras se convirtieron en auténticos latifundios. Lujosas residencias rurales que trascendían el fin de ser simples fincas agrícolas: funcionaban como unidades económicas autosuficientes bajo el gobierno de una aristocracia terrateniente con una forma de vida casi imperial; paradigmas de un preludio del feudalismo.
La decadencia del Imperio
El declive imperial dejó una profunda transformación del paisaje hispano, a la que se sumó el auge del cristianismo que supuso la reconfiguración definitiva del Imperio. El legado de la Pax romana se desvirtuaba ante una nueva realidad histórica. La nueva fe, legalizada por Constantino en el 313 d.C. con el edicto de Milán, ganaba adeptos con rapidez e hizo que las urbes romanas en declive, como Asturica Augusta, encontraran un nuevo protagonismo social. Un renacimiento que las convirtió en sedes episcopales; nuevos centros de autoridad eclesiástica que sustituyeron el poder y el arbitrio establecidos por las instituciones romanas. En consecuencia, las murallas que se habían erigido en símbolos de la grandeza imperial se reforzaban ante un mundo que se mostraba inseguro y las basílicas cristianas se levantaban sobre los cimientos de templos romanos.
Este proceso histórico fue progresivo y no se produjo de manera uniforme por el territorio hispánico, pero, en el siglo V d.C., acabó irremediablemente llevando al colapso del orden romano. Transformación que también tuvo su impacto en la economía imperial basada en la circulación de la moneda masiva, la producción basada en la esclavitud y la vida en las urbes como modelo social.
El trueque y los pagos en especie fueron convirtiéndose en la moneda de cambio habitual. Una ruralización y gobierno en autarquía económica que Constantino trató de controlar mediante una nueva reforma monetaria (solidus aureus); un desconocido orden económico que refleja una sociedad en transición hacia fórmulas prefeudales.
Las áreas mineras hispanas, antaño vitales para Roma, comenzaron a perder su protagonismo y, ante la reducción drástica de su actividad, desde el siglo III d.C., perdieron su fortaleza administrativa en aras de una economía menos centralizada.
La llegada de los pueblos germánicos
La debilidad económica e institucional que preponderó durante el siglo V d.C. es la que fracturó definitivamente la estructura social y económica de Roma. Un mundo en transición que favoreció el avance y reparto del territorio entre los pueblos bárbaros (suevos, vándalos y alanos) germánicos que, con su llegada, señalaron la etapa final de la crisis de Roma.
Los visigodos, tras la caída del Imperio romano en occidente (476 d.C.), como aliados de Roma, unifican Hispania, salvo por la resistencia que los suevos presentaron en el noroeste peninsular, hasta el año 585 d.C., momento en que el territorio castellano leonés inicia su historia medieval.
Los ecos del pasado glorioso del Imperio romano aún permanecen en Castilla y León. Ha llegado el momento de encaminarse A-Roma. Una red patrimonial que nos hará vivir una emocionante historia junto a columnas donde los magistrados decidían el futuro; pisar termas que acogieron el rumor del agua entre conspiraciones políticas; recorrer vías de comunicación cuyas piedras guardan la huella del paso de los carros cargados de mercaderías y oro; sentir el bramido del avance de las legiones romanas; y el murmullo admirado de los espectadores de un teatro romano.
Nuestros sitios
Astorga romana
Asturica Augusta fue una de las grandes ciudades romanas del noroeste. Hoy conserva su foro, termas y murallas, testigos del esplendor que vivió bajo el Imperio.
El Vergel
Desde los albores del siglo I d.C., la romanización fue transformando el territorio de Ávila (Abula), dotándolo de una nueva identidad agrícola y social, desde donde la tenacidad romana desplegó su ingenio para optimizar el paisaje rural.
Las Médulas
Patrimonio de la Humanidad, este paisaje único fue moldeado por la minería romana en su búsueda de oro. Con sus formaciones de tierra roja, es un impresionante legado de la ingeniría romana.
León romano
Nacida como campamento de la Legio VII, León conserva murallas, termas y huellas romanas que narran su origen militar en la Hispania del Imperio.
Numancia
Durante veinte años, los numantinos enfrentaron con tácticas de guerrilla el avance de las legiones romanas, rechazando cada ataque con una firmeza que daría lugar a la expresión «resistencia numantina».
Petavonium
En el valle del Vidriales, el campamento romano de Petavonium fue clave para controlar el noroeste peninsular. Hoy, sus restos muestran la vida de una legión en la frontera del Imperio.
Pino del Oro
Enclavado junto al río Duero, este entorno conserva restos de una antigua explotación aurífera romana. Naturaleza y arqueología se unen en un paisaje marcado por la búsqueda del oro.
Santa Cruz
Oculta durante siglos bajo campos de cultivo, la villa romana de Santa Cruz salió a la luz en 1972 de manera fortuita, cuando una excavadora desveló parte de sus muros y mosaicos: primeros vestigios de su grandioso pasado.
Villa de Orpheus
Esta villa romana, ubicada en Palencia, destaca por su mosaico de Orfeo, una joya del arte romano. Un testimonio de lujo y simbolismo en la vida rural de la Hispania romana.